Algunas reflexiones a la luz del Sínodo sobre la sinodalidad

Reverendísimo John Wilson, arzobispo de la archidiócesis de Southwark

Queridos hermanos y hermanas en Cristo

Introducción

Regresé esta semana de Roma después de haber representado, junto con otros, a la Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales en el sínodo sobre la sinodalidad, que duró un mes. El sínodo fue convocado por nuestro Santo Padre, el Papa Francisco, y se celebró en el Vaticano del 4 al 29 de octubre. Como bien sabemos, la palabra sínodo significa ‘caminar juntos hacia adelante‘ el camino que es el mismo Señor Jesús, nuestra Verdad y nuestra Vida. (cf. Jn 14,6) Fue una experiencia de encuentro notable en el seno de la Iglesia Universal, apasionante y agotadora; y este fue solo la primera parte.

El Sínodo tuvo lugar en un contexto trágico de guerra. No podemos olvidar a Ucrania, Israel y Palestina, Sudán y Siria, junto con muchos otros países azotados por el derramamiento de sangre. Escuchamos de primera mano a los delegados acerca del impacto devastador de la guerra en sus pueblos y sus países de origen. Tampoco podemos dejar de recordar a quienes han sufrido abusos sexuales en la Iglesia, ya sean niños o adultos. Necesitamos que nuestra Iglesia esté alerta para proteger a los vulnerables, tomar medidas efectivas y manifestar una rendición de cuentas transparente. Una noche en particular, nos reunimos con el Papa Francisco en la Plaza de San Pedro alrededor de la escultura ‘Ángeles sin saberlo‘ para orar por los inmigrantes y refugiados. También se nos instó a no ignorar el grito de los pobres y el grito de la tierra. Las preocupaciones de las personas que sufren en nuestro mundo que tanto padece estuvieron presentes en nuestras oraciones y corazones.

Comenzando con un retiro de tres días, el Sínodo fue un evento verdaderamente global, con representación de todos los continentes: tanto de la Iglesia católica de rito latino como de las Iglesias católicas orientales, con una amplia gama de delegados ecuménicos, y con facilitadores y asesores. El Sínodo sobre la sinodalidad fue diferente a los anteriores sínodos de obispos.

Participaron alrededor de 450 personas. Más de 350 de ellos eran miembros con derecho a voto, 120 de los cuales fueron elegidos personalmente por el Papa Francisco. De ellos, la mayoría eran obispos, (muchos elegidos por su Conferencia Episcopal) y poco más de una cuarta parte eran laicos, religiosos y religiosas. Como obispos, clérigos, laicos y varones y mujeres consagrados, nos reuníamos cada día, acompañados en varios puntos por nuestro Santo Padre. Adsumus, Sacte Spiritus, oramos, una y otra vez – ‘Estamos ante Ti, Espíritu Santo… Enséñanos el camino a seguir…

Reflexionamos sobre los tres temas fundamentales en torno a los cuales se orientaba el Sínodo: en primer lugar, qué significa estar unidos en nuestra relación con Cristo y unos con otros en nuestra fe católica (comunión); en segundo, qué significa para todos los miembros de la Iglesia cumplir sus respectivos roles (participación); y en tercer, qué significa cooperar en la proclamación del Evangelio de Jesucristo mediante palabras y acciones (misión).

El proceso sinodal se lanzó localmente en 2021. Se animó a participar a todas las parroquias de nuestra archidiócesis. Se recopiló la retroalimentación de nuestras reflexiones de base en nuestra síntesis diocesana. Esto, a su vez, alimentó la reflexión nacional, y posteriormente continental y dio origen a documentos que dieron forma al documento de trabajo del Sínodo llamado Instrumentum Laboris. Ésta fue la base de nuestras ‘conversaciones en el Espíritu’ en Roma.

Escuchamos y compartimos entre nosotros alrededor de mesas en grupos lingüísticos de 12 personas. A lo largo de los cinco módulos, estuve sentado, en diferentes momentos, con personas de Nigeria, Filipinas, Estados Unidos, Rusia, Irlanda, Uganda, Sri Lanka, Ucrania, Lesoto, India, Siria, Papúa Nueva Guinea, Indonesia y Malaui. Escuchar diferentes experiencias culturales y eclesiales de toda nuestra Iglesia fue para mí, la parte más enriquecedora y estimulante del Sínodo.

Este encuentro sinodal es la primera parte de un proceso en dos etapas, que se completará con otra asamblea en octubre de 2024. Una Carta al Pueblo de Dios del Sínodo y el Informe de Síntesis provisional del Sínodo se puede encontrar en internet y leer para entender mejor lo que ocurrió. Lo que sigue a continuación son algunas reflexiones personales, a la luz del Sínodo, que me parecen significativas.

Información del contexto del sínodo

El proceso sinodal preparatorio en nuestra archidiócesis suscitó en los participantes un profundo amor por el Señor Jesús y por su Iglesia. Había energía y entusiasmo por colaborar en la misión evangelizadora que nos ha confiado Cristo.

Queremos que nuestras comunidades parroquiales crezcan y sean más acogedoras y compasivas. Deseamos trabajar juntos como clérigos, laicos y religiosos, aprovechando los dones y talentos de cada uno para comunicar la amorosa misericordia de nuestro Salvador Jesucristo y poner en práctica su Evangelio.

Se marcó el tono para el compartir diocesano al reflexionar en oración sobre la palabra de Dios a través de la Lectio Divina comunitaria. En primer lugar, estamos llamados a escuchar fielmente al Señor, a estar abiertos a una conversión continua a él en la mente y en el corazón.

Esto nos prepara interiormente para escucharnos unos a otros con atención, sensibilidad y generosidad. De hecho, un tema central en nuestra síntesis diocesana fue el deseo de ser formados, espiritual y catequéticamente, tanto en la mente como en el corazón.

El fruto de nuestras reflexiones parroquiales y diocesanas se centró en cómo cumplimos juntos el mandato misionero de la Iglesia: hacer que nuestras parroquias y comunidades sean más acogedoras; evangelizar y catequizar más eficazmente en la fe; priorizando el ministerio a los jóvenes, a las personas que están apartadas de su fe, a las personas que viven en la pobreza y a las personas que están marginadas por cualquier motivo.

Surgieron algunas cuestiones particulares sobre cómo incluimos a las personas que no se sienten bienvenidas en la Iglesia debido a sus circunstancias personales. Esto requiere una respuesta fundamentalmente cuidadosa, siempre respetuosa y amable, y centrada en la dignidad de cada persona creada a imagen y semejanza de Dios. El arte y la espiritualidad del acompañamiento pastoral es algo que nosotros -clérigos, religiosos y laicos- debemos desarrollar y encarnar en nuestras comunidades. De manera abrumadora, nuestro proceso sinodal diocesano demostró que a las personas les apasiona celebrar y vivir su fe al servicio de los demás.

Solo un pequeño número de católicos en Inglaterra y Gales respondieron al proceso sinodal local. La cifra a nivel mundial se estima en menos del uno por ciento. Esto significa que necesitamos contextualizar las implicaciones de las contribuciones recibidas. Es importante destacar que debemos fomentar una mayor participación en el futuro.

En general, me llama la atención que, en el fondo, el proceso sinodal revela el deseo de un cambio de actitud serio dentro de la Iglesia: ¿Cómo podemos ser más eficaces a la hora de animar e invitar a tantas personas como sea posible a compartir con nosotros el camino del discipulado y el servicio en amistad con Cristo?

Escuchar y hablar: la verdad en el amor

Cristo y su Evangelio de salvación son centrales en nuestro proceso sinodal. Él es nuestro Salvador amoroso y misericordioso. Él es el ejemplo y modelo supremo de nuestro enfoque de la vida cristiana, nuestro ministerio y misión. Es en Cristo, en su misma persona, donde se encuentran el amor y la verdad. Es de su corazón que recibimos el derramamiento de la gracia de Dios. Del Padre y del Hijo recibimos el Espíritu Santo, que ‘nos guía a toda verdad‘. (cf. Jn 16,13) Considerando la relación entre amor y verdad, «hablando la verdad en el amor«, como dice san Pablo (cf. Ef 4, 15), la Iglesia encuentra su experiencia en la humanidad, «en el misterio del Verbo encarnado», en quien «se ilumina el misterio de la persona humana’ (cf. GS 22) Esta es la enseñanza de la Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo moderno, conocida como Gaudium et Spes. En Cristo, por la revelación del amor del Padre, la persona humana se comprende a sí misma y se revela su vocación suprema. (cf. GS 22)

A veces puede haber tensiones reales o percibidas en como experimentamos el relación entre la verdad y el amor. San Pablo expresó su propia frustración por querer hacer lo correcto y evitar lo incorrecto. (cf. Rom 7, 19) En Dios, el amor y la verdad no están desconectados ni en oposición, sino que forman una unidad. Están unidos en la manera como Dios ha hablado al mundo y revelado, a través de Jesucristo, la verdad sobre la persona humana. Resistiendo la tentación de enfrentar al amor y a la verdad, estamos llamados a compartir la amorosa verdad de nuestra fe, siempre con ojos y corazones misericordiosos.

Durante el Sínodo hubo un sincero intercambio de experiencias humanas, a veces cargadas de emoción y resaltando la tensión percibida entre verdad y amor. Nos centramos, con razón, en escuchar y acoger a las personas que están más alejadas de la Iglesia y de la vida de fe, o que luchan por aceptar o vivir según las enseñanzas de la Iglesia. Se necesita una actitud paciente y abierta para recibir la experiencia de las personas.

Discernir la experiencia humana nos ayuda a comprendernos mejor a nosotros mismos, a los demás y a nuestro mundo, sobre todo al vislumbrar la mano de Dios en acción, a menudo en retrospectiva. Acompañar a las personas a través de su experiencia puede ayudarlas a darle sentido a su vida, a encontrar pertenencia a la Iglesia y a encontrar al Señor Jesús de manera más profunda y personal.

Hay que tener cuidado al comparar la experiencia humana con la revelación divina, recibida a través de las Escrituras y la Tradición, como si de alguna manera fuera correctiva de un depósito de fe ahora obsoleto. Nuestra fe católica no es nuestra propia creación. Nos la revela Dios. Tampoco puede ser determinada por el espíritu de la época. Nuestra fe es un don que viene a través de la Iglesia y en la tradición apostólica entendemos quiénes somos y quiénes estamos llamados a ser, a la luz de la llamada de Cristo al discipulado. El Evangelio muestra las virtudes y cualidades que necesitamos redescubrir continuamente en fidelidad a lo que el Señor Jesús nos pide. Todo ser humano que acepta la invitación de Cristo a arrepentirse y a creer en el Evangelio (cf. Mc 1,14­15) se confronta con su propia debilidad. Dependemos de la ayuda de Dios, de su gracia, para sanarnos, transformarnos y levantarnos. Si vaciamos el desafío del Evangelio, adaptándolo a nuestra propia manera de pensar, entonces también vaciamos el Evangelio de su poder salvador.

En su ministerio terrenal, el Señor Jesús estuvo completamente abierto al otro. No puso límites a quién acogía, y nosotros tampoco deberíamos hacerlo. Dedicó «tiempos de calidad» a marginados y pecadores, aquellos a quienes otros ignoraban o rechazaban debido a su percibida inferioridad o pecaminosidad. Esta apertura a los demás, sin prejuicios, es una disposición cristiana esencial que la Iglesia está llamada a practicar con generosidad.

Asimismo, el Señor escuchó las historias de aquellos que encontró, incluso cuando, como en el viaje a Emaús, ya sabía lo que había en sus mentes y corazones. ¿Podemos preguntar con compasión «¿qué cosas están sucediendo en la vida de las personas? » (cf. Lc 24,19) Estar preparados para escuchar las historias de los demás nos ayuda a comprender mejor su situación, vislumbrar sus sueños y curar sus heridas.

A quienes conoció, el Señor Jesús les dio una palabra de vida, una vocación, una enseñanza, una instrucción, un acto de curación o la gracia del perdón. Nunca permaneció pasivo. Ofreció un camino a seguir. No todo el mundo podría aceptar esto. El joven rico (cf. Mc 10,17 – 22) se fue triste porque no pudo o no quiso responder al mandato de Jesús. Para otros, como Zaqueo (cf. Lc 19,1-10), el encuentro con la verdad amorosa de Cristo transformó sus vidas. Un acompañamiento amoroso, dirigido por la verdad a la libertad, toma siempre a Cristo como modelo.

El Evangelio es inclusivo porque la invitación a seguir a Cristo se extiende a todos sin excepción. Hemos sido creados con el don de la libertad para que podamos responder genuinamente en amor. Podemos optar por aceptar la invitación del Señor y así encontrar nuestro gozo en él, o podemos rechazar su invitación e irnos tristes. Cristo nunca nos rechaza, pero tampoco nos obliga a ser discípulos, ni nos oculta lo que esto implica. La misión de la Iglesia, compartida por todo el Pueblo de Dios, es apoyar y animar a las personas a decir «sí» a Cristo.

Hay divergencia para algunos en entender o aceptar lo que nos une en la fe y cómo interpretamos la verdad auténticamente. El proceso sinodal ha creado un clima de expectación. Algunas personas buscan un cambio radical en las enseñanzas de la Iglesia sobre temas específicos. Otros quieren un enfoque más participativo del ministerio eclesial. Al discernir lo que esto significa, no podemos dislocar la verdad del amor o el amor de la verdad. El Señor Jesús nos encuentra donde estamos, pero nos ama demasiado para dejarnos allí.

La apreciación del sentido de la fe (sensus fidei)

En la Misa de apertura del Sínodo, el Papa Francisco se dirigió a los participantes: ‘Y no nos sirve tener una mirada inmanente, hecha de estrategias humanas, cálculos políticos o batallas ideológicas ―por ejemplo, si el Sínodo permitirá esto o lo otro; si abrirá esta puerta o la otra―; no, esto no sirve. No estamos aquí para celebrar una reunión parlamentaria o un plan de reformas. El Sínodo, queridos hermanos y hermanas, no es un parlamento. El protagonista es el Espíritu Santo. No, no estamos aquí como en un parlamento, sino para caminar juntos, con la mirada de Jesús, que bendice al Padre y acoge a todos los que están afligidos y agobiados.‘ (4 de octubre de 2023) Estas convincentes palabras enmarcaron la naturaleza y el propósito de nuestra reunión. Fue, y sigue siendo, un ejercicio de escucha del Espíritu Santo. Pero surge una pregunta: ¿Cómo discernimos lo que dice el Espíritu Santo? Esto requiere una comprensión del sentido sobrenatural de la fe, el sensus fidei, esto es, sentido de la fe. Pero, ¿Qué significa esto?

Algunos, erróneamente, creen que el sentido de la fe es similar a un parlamento, que es exactamente contra lo que habló el Papa Francisco. El discernimiento no es un referéndum sobre la enseñanza de la Iglesia. No es una votación en la que los individuos votan según lo que creen que el Espíritu Santo les está diciendo personalmente. Todos los bautizados y confirmados, ungidos por el Espíritu Santo, tienen efectivamente un papel en la comprensión y comunicación de las verdades de fe reveladas por Dios. Así pues, ¿cómo funciona esto?

En Lumen Gentium, la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, El Concilio Vaticano II enseñó que por el “… sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente «a la fe confiada de una vez para siempre a los santos» (Jd 3).” (cf. LG 12; CEC 93)

Hay que tener en cuenta que el sentido de la fe se refiere a cómo todo el cuerpo del fiel Pueblo de Dios recibe la fe que ha sido revelada, no a cómo determina cuál debe ser esa fe. Esta es una distinción muy importante. El Vaticano II continuaba: el pueblo “penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiado en todo por el sagrado Magisterio«. (cf. LG 12; CIC 93) Nuevamente vemos lo que está en juego: adherirse a la fe, aferrarse a ella; penetrar la fe, sondear lo que significa; y aplicar la fe a nuestra forma de vivir. De este modo podemos entender lo que dice el Concilio acerca de que «todo el conjunto de los fieles» no caiga en el error, precisamente porque permanecemos fieles a lo que hemos recibido: «y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando «desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos» presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres.” (cf. LG 12; CCC 92) Para ser claros, el sentido de fe no es un mecanismo para decidir la fe de la Iglesia. Más bien, describe cómo la fe católica, que ha sido transmitida a los miembros del Cuerpo de Cristo a lo largo de los siglos, es recibida, comprendida y vivida por el pueblo santo de Dios. Funciona a través de los fieles que están «llenos de fe«, que forman parte de la tradición viva y la comunión de la vida de la Iglesia, unidos a todos aquellos que nos han precedido en la fe.

Al comprender el sentido de la fe, no podemos separar al Espíritu Santo de Cristo. La misión del Espíritu Santo es hacer presente, fresca y activa la obra y la enseñanza de Cristo, no dar a conocer una nueva revelación separada de Cristo. De hecho, la enseñanza de la Iglesia se desarrolla con el tiempo. Esto sucede mediante el despliegue de la verdad en fidelidad a lo que sucedió antes. Podemos decir que el Espíritu Santo es como el dueño de la casa, del que habla Cristo, que saca de su tesoro ­el depósito de la fe- lo que es nuevo y lo que es antiguo. (cf. Mt 13, 52; CIC 1117) No puede haber desarrollo en contradicción, como si el Espíritu Santo dijera una cosa en el segunda siglo, algo completamente diferente en el siglo XVI, y, luego algo completamente diferente nuevamente en el XXI. El Espíritu Santo es el Espíritu de la Verdad, manteniéndonos fieles a la plenitud de la revelación que es Jesucristo, el mismo ayer, hoy y por los siglos. (cf Heb 13, 8) Durante el sínodo, el Papa Francisco ofreció un hermoso ejemplo de esto. ‘Cuando queráis saber ‘qué’ cree la Santa Madre Iglesia‘, dijo, ‘id al Magisterio, porque él es el encargado de enseñároslo. Pero cuando queráis saber «cómo» cree la Iglesia, acudir al pueblo fiel.

Corresponsabilidad en la Misión – El Sacerdocio común y el Ministerio Ordenado

Nuestro testimonio y misión cristianos florecen cuando ponemos nuestro foco directamente en Cristo como Salvador, atentos al Espíritu Santo. Nos enfrentamos a grandes desafíos de indiferencia y secularización. En algunos casos, no se trata simplemente de que se desconozca la fe. Se conoce, –o al menos una versión de ella–, pero se ignora. El católico converso G. K. Chesterton comentó que ‘el ideal cristiano no ha sido probado y encontrado deficiente. Se ha encontrado difícil y no se ha probado”. Se necesita valor para evangelizar, hablar, predicar y practicar el Evangelio hoy. Sin embargo, sigue siendo responsabilidad de cada discípulo.

Toda vocación proviene de la gracia del bautismo en Cristo, a través del cual participamos de su dignidad sacerdotal, profética y real. Esto se puede expresar de diferentes maneras en la vida de la Iglesia. Hay quienes participan en el sacerdocio común mediante el bautismo, y hay quienes comparten el sacerdocio ministerial mediante el orden sacerdotal, pero están todos llamados a participar en la misión de la Iglesia según su estado de vida y la variedad de los dones otorgados por el Espíritu Santo. La corresponsabilidad en la misión requiere una comprensión auténtica del ministerio ordenado de los obispos, presbíteros y diáconos, en relación con los ministerios ejercidos por los fieles laicos bautizados. La ordenación es siempre para el servicio, modelada según el ejemplo del Señor Jesús. Las relaciones respetuosas, espirituales y efectivas entre el clero, los laicos y los religiosos no solo son mutuamente enriquecedoras, sino vitales en el trabajo de introducir a las personas en la amistad con el Señor Jesús. Discípulos alegres y trabajando en armonía atraen a la gente a Cristo.

La relación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial a veces se malinterpreta y se expresa en términos de poder en un sentido mundano. La pregunta importante no es quién tiene poder en la Iglesia, sino qué significa servicio en la Iglesia. Así, como dice el refrán, “la Iglesia solo tiene un Salvador y no somos tú ni yo”, de la misma manera, la Iglesia solo tiene una Cabeza, y esa es Jesucristo. Ya sea que compartamos el sacerdocio de Cristo a través del bautismo o por la ordenación, todos somos siervos de un Señor. En virtud de la consagración episcopal, los obispos, como sucesores de los apóstoles, hacen presente la autoridad de Cristo en su Iglesia. Deben ejercer siempre su autoridad a imitación de aquel que vino a servir y los nombró, él mismo, el Buen Pastor. Cristo es el único que verdaderamente tiene autoridad en la Iglesia, y su poder se manifestó en su ofrenda en la Cruz y en su gloriosa resurrección.

Aquellos llamados al episcopado, que ejercen el gobierno al servicio de la Iglesia, deben evitar el poder en cualquier sentido mundano. No son dueños de la fe, sino sus servidores, a quienes se les ha confiado la responsabilidad de garantizar la fidelidad de la Iglesia a la verdad que es Jesucristo. Es posible que hayamos tenido experiencias negativas de cómo se ha ejercido el poder en la Iglesia. Pero esta no es la mente de Cristo Jesús, ni su voluntad para su pueblo. Necesitamos rechazar cualquier sensación de una Iglesia separada y dividida entre quienes gobiernan y quienes son gobernados. Esto pone al pueblo en contra de sus pastores y a los pastores en contra de su pueblo. Nuestro único modelo es el de servicio mutuo y recíproco, arraigado en Cristo que asumió la posición de siervo y lavó los pies.

La diferente naturaleza y orientación cooperativa de los ministerios ordenados y laicos tiene su origen y sus raíces en las enseñanzas del Vaticano II. Bien entendido y puesto en práctica, el papel de los laicos en la misión de la Iglesia no clericaliza a los laicos ni seculariza al clero. La misión específica de los bautizados de evangelizar el mundo secular surge de la llamada universal a la santidad. El Decreto del Concilio Vaticano II sobre los laicos y la exhortación apostólica de San Juan Pablo II Christifidelis laici nos ofrecen una guía clara hoy.

Es evidente la urgente necesidad de hacer realidad la llamada del Papa Francisco a que todo el Pueblo de Dios sea de ‘discípulos misioneros‘ y a que la Iglesia vaya más allá de sí misma. Mucha gente hoy no conoce a Cristo. Diferentes partes de la Iglesia están experimentando una grave disminución del número de católicos practicantes y hay un estridente proselitismo de los católicos por parte de sectas e ideologías ateas. Una pregunta clave, por lo tanto, es: ¿cómo puede situarse la corresponsabilidad para la misión, entre los fieles ordenados y los laicos en el centro de una visión renovada de la misma y del compromiso con la Nueva Evangelización?

Una última palabra

En la misa de clausura de la primera parte del Sínodo sobre la sinodalidad, el Papa Francisco dijo: ‘En esta “conversación del Espíritu” hemos podido experimentar la tierna presencia del Señor y descubrir la belleza de la fraternidad. Nos hemos escuchado mutuamente y, sobre todo, en la rica variedad de nuestras historias y nuestras sensibilidades, nos hemos puesto a la escucha del Espíritu Santo. Hoy no vemos el fruto completo de este proceso, pero con amplitud de miras podemos contemplar el horizonte que se abre ante nosotros. El Señor nos guiará y nos ayudará a ser una Iglesia más sinodal y más misionera, que adora a Dios y sirve a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo, saliendo a llevar la reconfortante alegría del Evangelio a todos.‘ (29 de octubre de 2023)

Continuamos orando y discerniendo lo que significa la sinodalidad en la práctica en nuestra archidiócesis mientras buscamos ser misioneros hasta la médula en el servicio de Cristo y de nuestro pueblo. Agradezco a todos en nuestra archidiócesis por su testimonio: a mis hermanos obispos, sacerdotes y diáconos; a mis hermanas y hermanos en la vida consagrada; y a mis hermanos y hermanas en el discipulado del Señor Jesús. Somos uno en fe, esperanza y amor, y cada uno de nosotros tiene un papel único que desempeñar al amar a Cristo y servirle en los demás. Que compartamos esta responsabilidad con pasión y alegría en la armonía del Espíritu Santo.

Reverendísimo John Wilson, Arzobispo de Southwark

Memoria de San Carlos Borromeo, 4 de noviembre de 2023

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